lunes, 12 de marzo de 2007

La mujer de rojo




Cuando tienes más de treinta y tu último (y -hasta el momento- único) novio decide plantarte, todo el mundo te anima y te dice eso de que él se lo pierde. Normalmente, después de pasar el consabido tiempo de luto, tú también te convences de que eso es verdad, y decides cambiar de estado civil: de abandonada pasas a ser, de nuevo y oficialmente, soltera.

En ese mismo instante, te remangas pones el cd de la Venegas, y, al grito de "yo que pensaba que te perdía a ti, ahora me doy cuenta tú me perdiste a mi", empiezas a buscar todos los trozos de corazón que has dejado tirados por ahí y te pones a pegarlos. En un tiempo prudencial (normalmente más del que te gustaría, pero menos del que todo el mundo cree), has conseguido que el corazón lata. No es un corazón a estrenar, pero aunque aún no funcione perfecto con el amor, va como un reloj con los amantes. Y tú, feliz.

Entonces llega Navidad. Al ritmo del Almendro, vuelves a casa y despliegas tu papel de hija ejemplar. Te metes tanto en el papel que no se te ocurre otra cosa que comentar lo estupenda que es la nueva mesa del comedor. Y justo ahí, va tu padre y te desahucia.
No sabes cómo, pero de repente lo que había empezado siendo una conversación sobre un mueble... termina en una disertación sobre tu futuro. Al parecer, y según mi padre, la mesa es perfecta, porque ya no vamos a ser más de familia: no va a haber más nietos (yo soy la única que no se ha reproducido aún). Debe ser que tengo una cara muy expresiva (eso o que los ojos se me salían de las órbitas del flipe), y mi madre captó enseguida que el comentario de mi padre me estaba tocando... digamos que la moral. Así que -madre sólo hay una y al resto, en la calle- la mía decidió salir en mi ayuda, aclarándole a mi padre que, el hecho de que yo no me fuera a casar (casar = tener pareja) no significaba que no fuera a tener hijos. Resumiendo: desahuciada por mi padre y rematada por mi madre.

Afortunadamente la vida da giros inesperados. Así, de pronto, te ves invitada a una boda a la que vas a ir con siete tíos del brazo. Todos simpáticos, casi todos guapos (un par de ellos incluso muy guapos) y todos menores que tú, ¡con lo que a ti te gustan las criaturas! Y entonces decides tirar la casa por la ventana y comprarte un vestido.
Por esos mismos giros del destino, acabas borracha dentro de un probador de El Corte Inglés con un vestido rojo con escote y volantes, y Api delante diciéntote: "cómpratelo Negra, cómpratelo" y tú que siempre haces caso a Api (bueno... casi siempre), vas y te lo compras. El vestido, y unos zapatos de charol.

Una semana más tarde, agarras todo -el vestido, los zapatos, el bolso y hasta los pendientes- y te marchas a tu pueblo a que te vea tu madre y te de su "objetiva" opinión (a estas alturas no creo que nadie dude de la objetividad de mis progenitores respecto a mi persona).
Entonces, te lo pruebas todo y justo cuando - mientras tu madre te dice que estás muy bien - tú empiezas a plantearte si con esto de los oscars no te habrás creído Penélope Cruz, justo ahí, va tu padre y abre la puerta porque llega de la calle. Él, que viene de tomarse unos vinos y no tenía ni idea de la sesión de estilismo, te mira de arriba a abajo, abre los ojos como platos (lo del flipe debe ser cosa de familia) y te silba.

Y en ese momento tú piensas: desahuciada, rematada y... ¡¡resucitada!!

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