
Si os gustan los libros, aunque sea un poquito, os podréis imaginar que cuando crucé la puerta rozaba la felicidad. Veinticinco mil pelas para gastarme en libros así, de la tacada, un momento que – si La Primitiva no lo remedia – es posible que sólo vaya a vivir una vez en la vida. Así, con el peso de mi historia sobre los hombros, me acerqué al mostrador de atención al cliente, y ahí fue donde me empezaron a joder la musiquita de violines que yo oía de fondo.
Como las librerías me encantan, siempre me acerco a ellas con la idea preconcebida de que trabajar allí tiene que ser la bomba. La tipa que me atendió me borró esa ingenua idea con la primera mirada, pero la segunda, la que me echó después de decirle yo eso de “vengo a recoger una tarjeta regalo que he ganado en un concurso de Internet”, esa me dejó claro lo que ella, mujer culta que por eso trabaja en una de las mejores librerías de Madrid, opinaba sobre mi, pobre inculta que sólo ha puesto un pie allí porque es gratis.
Odio esa mirada. Me revienta. Me pudre la gente que piensa que aquellos que no tienen su “cultura” no tienen clase suficiente para que ellos les dediquen un mínimo de atención. Ese tipo de gente, como la dependienta de la Casa del Libro, en un acto de narcisismo sin par, suele subestimar al “inculto” que tiene delante, y eso, no deja de ser un error de ignorante. A esa, y a otros como ella, alguien les debería explicar que la cultura no se mide por tu currículum, ni por tus posibles títulos universitarios, ni siquiera por los muchos o pocos libros que hayas leído, sino por lo que sabes y, sobre todo, por lo que estás dispuesto a aprender.
La obra de grandes literatos, grandes músicos y grandes pintores fue despreciada en su época. ¿Eran incultos sus contemporáneos o eran tan “cultos” que lo despreciaron por no cumplir sus expectativas? ¿Quién es más inculto, aquel que no lee, o aquel que no lee entre líneas?
Me viene a la cabeza mi abuelo, un tipo borrico como él solo. Un hombre cerrado de miras que se murió sin ver Madrid – la gran ilusión de su vida – y que siempre pensó que sus nietos los que estudiaban perdían el tiempo, mientras que los que aprendieron a ordeñar estaban haciendo algo importante con su vida. Probablemente mi abuelo murió sin saber quién era Leonardo da Vinci, pero nadie en su pueblo mataba el chon* como él. Le llamaban de todas las casas para hacerlo, porque que fuese él, y no otro, el que metiera el cuchillo en la yugular del animal garantizaba más sangre, o lo que es lo mismo, más morcillas. No deja de ser curioso que las matanzas, eso que mi abuelo hacía mejor que nadie, sean ahora “cultura” y que desde ese Madrid que no conoció se monten excursiones para ir a verlas, como si fueran museos o catedrales.
Si la cultura es ser como la dependienta de la casa del libro, yo me apunto a la contra.
*chon: cerdo en cántabro.