jueves, 28 de agosto de 2008

La lucha de clases

Hay días que, cuando llego a currar, pienso que si el difunto Marx levantara la cabeza se volvía al hoyo derechito. Que en el siglo XXI siga habiendo gente dispuesta - por voluntad propia y yo diría que incluso con gusto – a ser el vasallo de un señor del tres al cuarto, me sigue pareciendo, cuando menos, sorprendente. Y cuanto más lo pienso, más creo que la única diferencia entre el feudalismo y la época actual, es que al siervo ahora le llamamos Smithers .

El Smithers de mi empresa es el segurata de la puerta (también conocido como “El Ídolo”). El tío vale para todo: lo mismo te riñe por fumar en la puerta, que te monta unas sillas o controla el aire acondicionado. Una joya que, a veces, hasta vigila la puerta y controla las visitas. Lo peor es que ni el susodicho está en nómina – vivan las subcontratas –, ni su señorito es siquiera el equivalente del Sr. Burns sino, concretamente, uno de sus familiares políticos (cuñaaaaaaaoooo).

El caso es que a la familia política de Burns se le ocurrió la brillante idea de montar una especie de túnel de lavado en el garaje del edificio (túnel que consiste en un inmigrante, un grifo, un desagüe, jabón robado, y una cuerda llena de trapos secando a modo de tendedero gitano), pero la gestión del invento corre a cargo de “El Ídolo”. Él se encarga de organizar los turnos, robar el jabón de la cocina y buscar nuevos clientes cuando el negocio decae.

El martes, mi segundo día después de la rentrée, llego a currar y, una vez más – y ya iban cinco – me encuentro con que no puedo aparcar porque la cola de coches del túnel de lavado, me lo impide. Tal fue mi descontento que, al subir, no pude menos que mostrarlo frente al gerente. Resumiendo: le dije al Ídolo que me estaba empezando a cansar y que a ver si le decía al personal que no dejaran el coche en fila como si esto fuera un restaurante con aparca.

Y él, en otro de sus momentos inenarrables, me mira, me sonríe y me dice: “ay, ¿no podías aparcar?, es que no tengo cámara y no lo veo?”. A lo que yo respondo: “da igual Ídolo, yo esto ya te lo he dicho más veces, y seguimos igual”. Y él contesta: “es que el coche es de un jefe”. En este punto yo, además de preguntarme cómo sabía que el coche era de un jefe si no lo estaba viendo, me indigné, y le solté un: “¿qué es de un jefe? ¿y a mi qué?”, que si llega a ser un dardo envenenado acaba con sus huesos en el suelo.

Que no hay vasallo sin señor, es una gran verdad, pero de igual forma, sin vasallos no habría señores. En un libro autobiográfico que he leído en vacaciones, la autora cuenta que cuando ella era pequeña, en su casa trabajaba como sirvienta una joven comunista que siempre repetía que a la primera criada y a la primera señora tendrían que haberlas ahorcado juntas, frente a frente, para evitar todo lo que vino después.

Cuando el martes el Ídolo me dijo eso, con esa cara de servilismo baboso que pone al decirlo, lo vi claro: dos árboles, dos horcas, y él y su señorito frente a frente. A la mierda la lucha de clases. Y que Marx me perdone.

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